Los arcos de piedra son algo que me han fascinado desde siempre y seguro que la mayoría de personas se ven identificadas con esta afirmación. La propia naturaleza ha tallado en muchas ocasiones fantásticas formaciones por todo el mundo.
En el año 2008 tallamos en el taller unas dovelas (concretamente 9), que conformaban un arco de medio punto y que montamos seguidamente ayudándonos de unos apoyos a modo de cimbra. Entre las dovelas no colocamos ningún tipo de mortero (están a hueso) y los salmeres los dejamos simplemente apoyados en el suelo. Después de estos nueve años el arco continúa en el mismo lugar y con su misma forma.
La magia de este equilibrio que permite que dicha estructura de fábrica se mantenga en pie es lo que fascina. Sin duda que, si alguien o algo no pone fin a este equilibrio, el arco seguirá así durante mucho tiempo, tal como podemos comprobar en innumerables ejemplos de la arquitectura.
Expresándolo de una forma técnica el arco de piedra es el resultado de la disposición de piedras en forma de cuña (dovelas) que se están sosteniendo mutuamente por el equilibrio de fuerzas que se dan entre ellas.
Cada dovela, sometida a la acción de su propio peso y a la carga superior, tiende a bajar y comprimir por tanto los lados de las dos piezas contiguas que impiden su descenso, de modo que todas las dovelas se aprietan fuertemente entre si, produciendo unos empujes que se transmiten entre ellas hasta los planos de apoyo.
Lo más importante pues para la estabilidad del arco es que se mantenga fijo en sus extremos.
Recalcar que los elementos más relevantes del arco (algunos ya nombrados) son:
Dovela: cada una de las piezas (de piedra en nuestro caso) en forma de cuña, con las que se conforma un arco.
Clave: la dovela central del arco; generalmente la más elevada.
Salmer: La primera dovela de cada rama del arco, que se apoya directamente sobre los estribos.
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